Los habituales de este blog -los que tenéis la santa paciencia de seguir ahí- sabéis, o habéis notado, que cada vez me cuesta más escribir. Entre las razones está la procrastinación, una miaja de vagancia y un poco de pereza. Porque aún hay mucha fauna periodística por retratar, sí, pero cada vez es más costoso sentarse a describir a la caterva de especímenes que hacen de esta profesión algo tan feo. No me falta la inspiración, eso es cierto, que de desgraciados está esto lleno, pero entre que lo compenso con grandes compañeros y que casi no tengo tiempo de desvelarme por aquéllos, la cosa queda muchas veces en ligeros apuntes mentales.
Sin embargo, había un tipo de periodista que cada vez iba cogiendo más forma en mi mente. Tenía claro hasta el título que le iba a dar, que es el que encabeza este Fauna. Pero de pronto me pregunté si no estaba escribiendo siempre sobre la misma persona, sobre el mismo arquetipo de periodista una y otra vez. Porque al final todos esos odiosos que nos rodean tienen un pedazo de cada uno de los Faunas que ya se han escrito. Siempre recordaré aquél primer capítulo, las periopijas, que con tanta rabia escribí. Aquella primera semblanza llevaba esencia femenina, pero no es exclusivo de las mujeres hacer valer cualidades externas a lo periodístico para ascender en la profesión. Lo que sí que hay es mucho bobo babeante que se deja embaucar por asuntos poco profesionales. Pero decidme si no es igual eso que blandir un árbol genealógico o una amistad para conseguir algo.
Tiene también mucho de pasillero ese periodista que con nada llegó a lo más alto y descubre de pronto que habrá de mantenerse ahí. Son entrañables porque se creen que te engañan, los animalicos. Y hombre, alguna vez te la clavan , no os voy a decir que no, pero una aprende a identificarles fácilmente. Excesivamente simpáticos, excesivamente cercanos… hay pasilleros de los que conozco intimidades no ya suyas sino de sus padres, por ejemplo. Toda una incomodidad de conversaciones en las que intentan arrancarte confesiones o cotilleos, palabras malsonantes sobre todo, con las que ir haciendo acopio para el día que tengan que señalarte.
En una segunda fase, cuando ya tienen sus posaderas bien a salvo, suelen tornar en ilustrados. Gente que sabe de todo y que además, gusta de demostrarlo. No aceptan una idea contraria, no digamos ya la más ligera crítica. El periodismo lo inventaron ellos y nadie les va a dar lecciones, son como el Alfa y la Omega de la profesión. Eso sí, no tienen ni puñetera idea de lo que significan palabras como ética o moral… suelen sustituirlas por otras como ventas o audiencia. Pero oye, están bien vistos. Muy bien vistos, de hecho, porque son también muy temidos. Suelen tener por los huevos a los de arriba y los de abajo, y no dudan en apretar si la ocasión lo requiere. Son los periodistas de los bajos instintos, también muy fáciles de identificar. No os pongáis en su camino.
Entre medias hay una subcategoría (lo de sub- les viene al pelo). No han crecido lo suficiente y viven con el resquemor de lo que pudo haber sido y no fue. Es como aquella compañera de clase o aquél chico de la universidad que iban para modelo y de pronto ensancharon las caderas y perdieron el pelo, jodiendo el único porvenir para el que se habían preparado. Son peligrosos especialmente porque están incómodos en su puesto, amargados con la vida porque se esperaban mucho más (algunos incluso lo merecían) pero también porque se saben pisados por los superiories… con lo que ellos también buscarán a quien pisar. Generan mitad penica -que no pena-, mitad miedo, con la suerte de que conforme les conoces, se impone lo primero.
No confundir esta última fauna con los renegados. Éstos son pobres diablos que esperan lo más dignamente que pueden a la jubilación y lo mismo les da so que arre. Saben que les quedan pocas exclusivas por firmar y normalmente esperan a que llamen a su puerta. No les menospreciéis: pronto dejarán sitio a los nuevos.
Por eso, cada vez que alguien cita a Ryszard Kapuściński diciendo eso de que ‘Las malas personas no pueden ser buenos periodistas’, esbozo una sonrisa por la cantidad de gentuza que conozco que emponzoña esta profesión y a los que se les considera – o se les hace creer que se les considera, que viene a ser lo mismo- buenos periodistas. Solemos decir esta frase para soltar un poco de presión, para tranquilizarnos cuando pensamos “¿Cómo cojones ha llegado ahí (arriba)?”, como si el hecho de que considerarlos malos periodistas nos aliviara el luto. Es una ilusión por muchas razones, la más perentoria porque si están arriba, poco importa ya si son buenos o malos. Y en segundo lugar, porque si están arriba siendo unos desgraciados o desgraciadas, te hace replantearte no solo tu visión de la profesión sino el sentido de tu propia vida. Porque si los (algunos) malos periodistas van a los (algunos) consejos de administración… ¿a dónde van los demás?